Justo en ese instante, cuando el silencio eléctrico envolvía Madrid como un manto pesado, la ciudad entera parecía contener la respiración. Las calles, normalmente vibrantes, estaban cubiertas por una calma extraña, apenas rota por el murmullo de voces preocupadas y el zumbido distante de un generador ocasional. En medio de esa oscuridad inesperada, las velas parpadeaban tímidamente en las ventanas, y los móviles eran linternas precarias en manos temblorosas.
Y entonces, sin previo aviso, la luz volvió.
Primero, un parpadeo. Luego, como si alguien hubiera girado un interruptor cósmico, todo se encendió. Las farolas estallaron en brillo, los escaparates retomaron su color, los semáforos comenzaron a latir en su ritmo ordenado. Se escuchó un grito de alegría en algún balcón, seguido por aplausos espontáneos que se esparcieron como una ola por los edificios. Madrid, por un segundo, volvió a ser un cuerpo que respiraba al unísono.
Dentro de las casas, los electrodomésticos cobraron vida como si despertaran de un largo sueño. Los frigoríficos, las televisiones, incluso los relojes digitales, regresaron a su estado habitual como si nada hubiera pasado. Pero algo sí había cambiado: en ese preciso momento, todos supieron cuánto dependemos de esa energía invisible y cómo, en su ausencia, nos volvemos vulnerables.
Los niños gritaron de alegría; los adultos suspiraron con alivio. Algunos aprovecharon para reiniciar sus rutinas, otros simplemente se quedaron unos minutos mirando las bombillas encendidas, como si fueran estrellas domésticas que hubieran regresado tras una larga noche.
La luz no solo iluminó la ciudad: devolvió a Madrid su pulso.
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