En una publicación compartida por Rodolfo Alpízar, citando a Jeans Paladino, se aborda una situación que genera intensas reacciones: el delicado estado de salud del ex presidente Joe Biden.
Pero lo que verdaderamente ha sacudido a muchos no ha sido el diagnóstico en sí, sino la respuesta de una parte del público ante la noticia. Cuando se supo de la enfermedad de Biden, las redes sociales se inundaron de mensajes cargados de odio, burlas y celebraciones grotescas.
No eran expresiones nacidas de diferencias políticas legítimas, sino una manifestación profunda de miseria moral. Algunos se rieron del cáncer. Otros festejaron el sufrimiento. Como si una célula maligna justificara un brindis.
"Y entonces, hoy, Trump habló." No lo hizo para alimentar el desprecio. No incendió los ánimos. Por el contrario, fue sobrio, contenido y hasta empático. Expresó apoyo y humanidad hacia su adversario político. Con una sola frase medida, descolocó a muchos de sus propios seguidores. Aquellos que ayer celebraban el dolor ajeno como una victoria deportiva, de pronto se quedaron sin discurso. La reacción fue el silencio. Y es que cuando el odio no es autorizado por la figura de poder, el fanático se paraliza. No sabe cómo reaccionar. Porque no ha desarrollado una brújula moral propia, solo sabe repetir.
"El fanatismo no es ideología. Es servidumbre emocional." Es una forma de rendirse intelectualmente. De dejar que otro decida a quién odiar, cuándo reír, cuándo escandalizarse. En ese contexto, el gesto de Trump —cálculo político o no— fue revelador. Mostró que muchos de sus seguidores no tienen convicciones, sino reflejos condicionados. Si mañana dijera que Biden es un ejemplo de grandeza, aplaudirían igual. No por convicción, sino por costumbre.
El verdadero problema no es Trump, ni siquiera Biden. Es una sociedad que ha olvidado cómo pensar por sí misma. Que necesita caudillos que marquen el ritmo emocional del día.
Como advirtió Susan Sontag: “La compasión es un músculo que se atrofia si se delega.” Y hoy, millones viven con el alma atrofiada, incapaces de sentir sin instrucciones, de disentir con humanidad, o de apoyar sin sumisión. En esta tragedia política y humana, el cáncer más letal no está en un cuerpo, sino en una conciencia colectiva enferma.
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