La crisis política y moral del régimen cubano quedó nuevamente expuesta esta semana en dos escenarios distintos pero conectados por un mismo hilo: el abuso de poder y la corrupción estructural. Desde La Habana hasta Miami, los acontecimientos revelan tanto la represión interna como la podredumbre que alcanza a quienes orbitan cerca del castrismo, aun fuera del país.
En Cuba, el caso más reciente de arbitrariedad estatal fue la expulsión del sacerdote José Ramírez, misionero mexicano que durante años acompañó al barrio habanero de Santo Suárez. Su único “delito” fue un gesto de solidaridad: tocar las campanas de la Iglesia La Milagrosa mientras el pueblo protestaba tras más de doce horas de apagón. Un acto simbólico, pero que el régimen interpretó como desafío.
La poderosa funcionaria del PCC, Caridad Diego, jefa de la Oficina de Asuntos Religiosos, no habló abiertamente de expulsión. En cambio, usó la fórmula burocrática habitual: no renovarle la residencia al sacerdote. En el lenguaje del régimen, eso significa exactamente lo mismo que expulsarlo. Y así fue. Este miércoles, el padre Ramírez salió rumbo a México bajo presión, luego de visitas de la Seguridad del Estado y advertencias a la Iglesia.
La salida del sacerdote impactó a la comunidad. Ancianos que dependen diariamente de la ayuda alimentaria de la parroquia acudieron alarmados, desconcertados. Según testimonios recogidos por Martí Noticias, el párroco era una figura clave en el trabajo social: distribución de alimentos a cientos de abuelos, acompañamiento comunitario y asistencia a los más vulnerables. Un servicio que el régimen tolera solo mientras la Iglesia se mantenga bajo control.
El sacerdote cubano Fernando Gálvez, entrevistado por Mario Pentón desde New Jersey, explicó que este es un método recurrente del gobierno: usar visas, permisos y presiones como herramientas de chantaje para silenciar a sacerdotes y religiosos. “Es un mecanismo perverso: usan la necesidad del pueblo para presionar a la Iglesia,” afirmó.
Mientras esto ocurría en La Habana, al otro lado del estrecho, en Miami, caía uno de los rostros que en el pasado fue defendido abiertamente por los voceros del castrismo: Boris Arenzibia, empresario que intentó lavar la imagen del régimen organizando un festival turístico en Cayo Santa María tras las protestas del 11J.
Ahora, Arenzibia fue sentenciado a 57 meses de prisión por vender medicamentos falsificados, entre ellos tratamientos contra el VIH y el cáncer, en un fraude millonario de más de 28 millones de dólares.
La justicia estadounidense lo acusa de poner en riesgo vidas humanas, reempacar medicinas compradas ilegalmente y falsificar documentos para introducirlas en el sistema médico.
Durante su arresto, no le otorgaron fianza por riesgo de fuga a Cuba.
El abogado Myron Gallardo explicó que los delitos son graves, con restituciones millonarias y posibles consecuencias migratorias irreversibles.
El caso revela la doble moral del régimen: figuras que son defendidas dentro de Cuba como “patriotas” o “hombres de amor” resultan ser delincuentes que lucran con la salud humana.
Ambos sucesos la expulsión del sacerdote por tocar una campana y la condena del empresario afín al régimen dibujan una misma realidad: un sistema que reprime la solidaridad y ampara, inspira o se asocia con individuos que viven de la manipulación y el engaño, dentro y fuera de la isla.
Lo que ocurre en Cuba y lo que ocurre con sus aliados en Miami son, al final, dos caras del mismo deterioro moral. Y una vez más, el pueblo queda como testigo y víctima principal.
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