En Guantánamo avanza una medida que el discurso oficial promociona como “solución habitacional”, pero que para muchos funciona más como síntoma de un país sin alternativas. La reconversión de contenedores marítimos en viviendas permanentes se impulsa como respuesta inmediata a los daños dejados por los huracanes Óscar y Melissa. Sin embargo, detrás de la urgencia se asoma otra realidad: menos espacio, más sacrificio y una vida rearmada sobre la resignación.
En San Antonio del Sur, el asentamiento de Buena Vista se convirtió en la prueba piloto dentro de una estrategia de desarrollo local con horizonte 2030. Allí se levantan 15 viviendas construidas a partir de contenedores metálicos para familias que perdieron sus casas. No se trata de una solución masiva ni de un “regalo” estatal: es un parche limitado, condicionado a recursos escasos y a la aceptación de lo disponible, porque no hay mucho más que ofrecer.
Historias como la de Yaimara Jiménez de Castro Londres, madre de dos niños, ilustran el fondo del problema. Mientras espera su casa, paga alquiler en la ciudad de Guantánamo. Y cuando llegue la vivienda, será más pequeña que la que tenía antes y, aun así, deberá asumir un pago. Su madre lo resume con crudeza: peor es no tener nada. Ahí está el drama: la falta ha terminado imponiéndose como norma, y la gratitud se mezcla con la obligación de conformarse.
Otro caso similar es el de Virgen Guibert Ortiz y su madre. En su situación, seis personas tendrán que acomodarse en un espacio reducido, pero la urgencia de contar con techo pesa más que cualquier criterio de dignidad o bienestar. En la balanza, “algo” —aunque sea mínimo— termina ganándole al derecho a condiciones aceptables.
Las propias autoridades reconocen que adaptar contenedores no es barato. Hay que resolver electricidad, agua, carpintería, mobiliario y urbanización. Lo que queda difuso es el costo real para las familias: se repite la fórmula habitual de créditos, precios “subsidiados” y pagos a largo plazo. Así, el damnificado pasa de víctima del desastre natural a deudor del Estado.
El proyecto se defiende como rápido y resistente, ejecutado con brigadas de distintos municipios, y se anuncia que el asentamiento crecerá con el tiempo. Pero esa ampliación depende de recursos que hoy son inciertos, en un país donde casi todo lo esencial está sujeto a carencias.
Buena Vista no parece un caso aislado, sino un espejo de una política habitacional agotada: soluciones de emergencia vendidas como innovación, retrocesos presentados como “avance”. Viviendas más pequeñas, potencialmente más calientes y con ventilación limitada, pero descritas oficialmente como “seguras”.
Con un déficit habitacional que supera las 800.000 viviendas y una crisis crónica de materiales, el Estado apuesta por contenedores reciclados no porque sea lo ideal, sino porque es lo que puede mostrar. Y en el clima cubano, estas estructuras corren el riesgo de convertirse en hornos, con problemas de aislamiento térmico y ventilación que la propaganda tiende a minimizar, pero que la experiencia cotidiana no deja ignorar.
En la práctica, estas casas garantizan que el techo no se caiga. Poco más. No garantizan confort, espacio ni calidad de vida. Lo que sí consolidan es una normalización peligrosa: aceptar menos como regla y trasladar el costo del fracaso institucional a quienes ya lo perdieron todo.
En Cuba, incluso después de un huracán, sobrevivir se presenta como privilegio. Y la “solución” termina siendo aprender a vivir más apretado, más endeudado y con menos horizonte.
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